Capítulo 4

Fieles hasta la Muerte

Los Valdenses

Hace muchos años hubo un grupo de gente que vivía en las montañas del sur de Europa. Ellos amaban a Dios y sus Biblias, y como resultado fueron perseguidos y cazados por su fe. ¿Qué causó todo esto? ¿Cómo sobrevivieron? ¿Sobrevivieron?

Cuánto debe el mundo a estos hombres, la posteridad jamás sabrá. Ud. está a punto de leer la historia de un pueblo que la historia trató de borrar–la historia de los Valdenses—

AUNQUE sumida la tierra en tinieblas durante el largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo. Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres. Se les marcaba como a herejes, los móviles que los inspiraban eran impugnados, su carácter difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo permanecieron firmes, y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia sagrada para las generaciones futuras.

La historia del pueblo de Dios durante los siglos de obscuridad que siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el cielo, aunque ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las huellas que de su existencia pueden encontrarse fuera de las que se encuentran en las acusaciones de sus perseguidores. La política de Roma consistió en hacer desaparecer toda huella de oposición a sus doctrinas y decretos. Trató de destruir todo lo que era herético, bien se tratase de personas o de escritos. Las simples expresiones de duda u objeciones acerca de la autoridad de los dogmas papales bastaban para quitarle la vida al rico o al pobre, al poderoso o al humilde. Igualmente se esforzó Roma en destruir todo lo que denunciase su crueldad contra los disidentes. Los concilios papales decretaron que los libros o escritos que hablasen sobre el particular fuesen quemados. Antes de la invención de la imprenta eran pocos los libros, y su forma no se prestaba para conservarlos, de modo que los romanistas encontraron pocos obstáculos para llevar a cabo sus propósitos.

Ninguna iglesia que estuviese dentro de los límites de la jurisdicción romana gozó mucho tiempo en paz de su libertad de conciencia. No bien se hubo hecho dueño del poder el papado, extendió los brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras otra las iglesias se sometieron a su dominio.

En Gran Bretaña el cristianismo primitivo había echado raíces desde muy temprano. El Evangelio recibido por los habitantes de este país en los primeros siglos no se había corrompido con la apostasía de Roma. La persecución de los emperadores paganos, que se extendió aún hasta aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la verdad fue llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con gozo.

Luego que los sajones invadieron a Gran Bretaña, el paganismo llegó a predominar. Los conquistadores desdeñaron ser instruídos por sus esclavos, y los cristianos tuvieron que refugiarse en los páramos. No obstante la luz, escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un siglo más tarde brilló en Escocia con tal intensidad que se extendió a muy lejanas tierras. De Irlanda salieron el piadoso Colombano y sus colaboradores, los que, reuniendo en su derredor a los creyentes esparcidos en la solitaria isla de Iona, establecieron allí el centro de sus trabajos misioneros. Entre estos evangelistas había uno que observaba el Sábado bíblico, y así se introdujo esta verdad entre la gente. Se fundó en Iona una escuela de la que fueron enviados misioneros no sólo a Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza y aun a Italia.

Roma empero había puesto los ojos en Gran Bretaña y resuelto someterla a su supremacía. En el siglo Vl, sus misioneros emprendieron la conversión de los sajones paganos. Recibieron favorable acogida por parte de los altivos bárbaros a quienes indujeron por miles a profesar la fe romana. A medida que progresaba la obra, los jefes papales y sus secuaces tuvieron encuentros con los cristianos primitivos. Se vió entonces un contraste muy notable. Eran estos cristianos primitivos sencillos y humildes, cuyo carácter y cuyas doctrinas y costumbres se ajustaban a las Escrituras, mientras que los discípulos de Roma ponían de manifiesto la superstición, la arrogancia y la pompa del papado. El emisario de Roma exigió de estas iglesias cristianas que reconociesen la supremacía del soberano pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña respondieron humildemente que ellos deseaban amar a todo el mundo, pero que el papa no tenía derecho de supremacía en la iglesia y que ellos no podían rendirle más que la sumisión que era debida a cualquier discípulo de Cristo. Varias tentativas se hicieron para conseguir que se sometiesen a Roma, pero estos humildes cristianos, espantados del orgullo que ostentaban los emisarios papales, respondieron con firmeza que ellos no reconocían a otro jefe que a Cristo. Entonces se reveló el verdadero espíritu del papado. El enviado católico romano les dijo: "Si no recibís a los hermanos que os traen paz, recibiréis a los enemigos que os traerán guerra; si no os unís con nosotros para mostrar a los sajones el camino de vida, recibiréis de ellos el golpe de muerte."—J. H. Merle d’Aubigné, Histoire de la Réformation du seizieme siecle, (París, 1835-53), libro 17, cap. 2. No fueron vanas estas amenazas. La guerra, la intriga y el engaño se emplearon contra estos testigos que sostenían una fe bíblica, hasta que las iglesias de la primitiva Inglaterra fueron destruídas u obligadas a someterse a la autoridad del papa.

En los países que estaban fuera de la jurisdicción de Roma existieron por muchos siglos grupos de cristianos que permanecieron casi enteramente libres de la corrupción papal. Rodeados por el paganismo, con el transcurso de los años fueron afectados por sus errores; no obstante siguieron considerando la Biblia como la única regla de fe y adhiriéndose a muchas de sus verdades. Creían estos cristianos en el carácter perpetuo de la ley de Dios y observaban el Sábado del cuarto mandamiento. Hubo en el Africa central y entre los armenios de Asia iglesias que mantuvieron esta fe y esta observancia.

Mas entre los que resistieron las intrusiones del poder papal, los valdenses fueron los que más sobresalieron. En el mismo país en donde el papado asentara sus reales fue donde encontraron mayor oposición su falsedad y corrupción. Las iglesias del Piamonte mantuvieron su independencia por algunos siglos, pero al fin llegó el tiempo en que Roma insistió en que se sometieran. Tras larga serie de luchas inútiles, los jefes de estas iglesias reconocieron aunque de mala gana la supremacía de aquel poder al que todo el mundo parecía rendir homenaje. Hubo sin embargo algunos que rehusaron sujetarse a la autoridad de papas o prelados. Determinaron mantenerse leales a Dios y conservar la pureza y sencillez de su fe. Se efectuó una separación. Los que permanecieron firmes en la antigua fe se retiraron; algunos, abandonando sus tierras de los Alpes, alzaron el pendón de la verdad en países extraños; otros se refugiaron en los valles solitarios y en los baluartes peñascosos de las montañas, y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.

La fe que por muchos siglos sostuvieron y enseñaron los cristianos valdenses contrastaba notablemente con las doctrinas falsas de Roma. De acuerdo con el sistema verdaderamente cristiano, fundaban su creencia religiosa en la Palabra de Dios escrita. Pero esos humildes campesinos en sus obscuros retiros, alejados del mundo y sujetos a penosísimo trabajo diario entre sus rebaños y viñedos, no habían llegado de por sí al conocimiento de la verdad que se oponía a los dogmas y herejías de la iglesia apóstata. Su fe no era una fe nueva. Su creencia en materia de religión la habían heredado de sus padres. Luchaban en pro de la fe de la iglesia apostólica,— "la fe que ha sido una vez dada a los santos." Judas :3. "La iglesia del desierto," y no la soberbia jerarquía que ocupaba el trono de la gran capital, era la verdadera iglesia de Cristo, la depositaria de los tesoros de verdad que Dios confiara a su pueblo para que los diera al mundo.

Entre las causas principales que motivaron la separación entre la verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de ésta hacia el Sábado bíblico. Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó por tierra la verdad. La ley de Dios fue pisoteada mientras que las tradiciones y las costumbres de los hombres eran ensalzadas. Se obligó a las iglesias que estaban bajo el gobierno del papado a honrar el domingo como día santo. Entre los errores y la superstición que prevalecían, muchos de los verdaderos hijos de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el Sábado se abstenían de trabajar el domingo. Mas esto no satisfacía a los jefes papales. No sólo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el Sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a honrarlo. Sólo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley de Dios.

Los valdenses se contaron entre los primeros de todos los pueblos de Europa que poseyeron una traducción de las Santas Escrituras. Centenares de años antes de la Reforma tenían ya la Biblia manuscrita en su propio idioma. Tenían pues la verdad sin adulteración y esto los hizo objeto especial del odio y de la persecución. Declaraban que la iglesia de Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis, y con peligro de sus vidas se oponían a su influencia y principios corruptores. Aunque bajo la presión de una larga persecución, algunos sacrificaron su fe e hicieron poco a poco concesiones en sus principios distintivos, otros se aferraron a la verdad. Durante siglos de obscuridad y apostasía, hubo valdenses que negaron la supremacía de Roma, que rechazaron como idolátrico el culto a las imágenes y que guardaron el verdadero día de reposo. Conservaron su fe en medio de la más violenta y tempestuosa oposición. Aunque degollados por la espada de Saboya y quemados en la hoguera romanista, defendieron con firmeza la Palabra de Dios y su honor.

Tras los elevados baluartes de sus montañas, refugio de los perseguidos y oprimidos en todas las edades, hallaron los valdenses seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad en medio de la obscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la verdad conservaron por mil años la antigua fe.

Dios había provisto para su pueblo un santuario de terrible grandeza como convenía a las grandes verdades que les había confiado. Para aquellos fieles desterrados, las montañas eran un emblema de la justicia inmutable de Jehová. Señalaban a sus hijos aquellas altas cumbres que a manera de torres se erguían en inalterable majestad y les hablaban de Aquel en quien no hay mudanza ni sombra de variación, cuya palabra es tan firme como los montes eternos. Dios había afirmado las montañas y las había ceñido de fortaleza, ningún brazo podía removerlas de su lugar, sino sólo el del Poder infinito. Asimismo había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus semejantes y quitarles la vida, pero antes podría desarraigar las montañas de sus cimientos y arrojarlas al mar que modificar un precepto de la ley de Jehová, o borrar una de las promesas hechas a los que cumplen su voluntad. En su fidelidad a la ley, los siervos de Dios tenían que ser tan firmes como las inmutables montañas.

Los montes que circundaban sus hondos valles atestiguaban constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía de la protección que él les deparaba. Aquellos peregrinos aprendieron a cobrar cariño a esos símbolos mudos de la presencia de Jehová. No se quejaban por las dificultades de su vida; y nunca se sentían solos en medio de la soledad de los montes. Daban gracias a Dios por haberles dado un refugio donde librarse de la crueldad y de la ira de los hombres. Se regocijaban de poder adorarle libremente. Muchas veces, cuando eran perseguidos por sus enemigos, sus fortalezas naturales eran su segura defensa. En más de un encumbrado risco cantaron las alabanzas de Dios, y los ejércitos de Roma no podían acallar sus cantos de acción de gracias.

Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de estos discípulos de Cristo. Apreciaban los principios de verdad más que las casas, las tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los jóvenes. Desde su más tierna edad, éstos recibían instrucción en las Sagradas Escrituras y se les enseñaba a considerar sagrados los requerimientos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por eso se aprendían de memoria sus preciosas palabras. Muchos podían recitar grandes porciones del Antiguo Testamento y del Nuevo. Los pensamientos referentes a Dios se asociaban con las escenas sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones de la vida cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios como al dispensador de todos los favores y de todos los consuelos.

Como padres tiernos y afectuosos, amaban a sus hijos con demasiada inteligencia para acostumbrarlos a la complacencia de los apetitos. Les esperaba una vida de pruebas y privaciones y tal vez el martirio. Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser sumisos y, sin embargo, capaces de pensar y obrar por sí mismos. Desde temprano se les enseñaba a llevar responsabilidades, a hablar con prudencia y a apreciar el valor del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a oídos del enemigo, podía no sólo hacer peligrar la vida del que la profería, sino la de centenares de sus hermanos; porque así como los lobos acometen su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los que se atrevían a abogar por la libertad de la fe religiosa.

Los valdenses habían sacrificado su prosperidad mundana por causa de la verdad y trabajaban con incansable paciencia para conseguirse el pan. Aprovechaban cuidadosamente todo pedazo de suelo cultivable entre las montañas, y hacían producir a los valles y a las faldas de los cerros menos fértiles. La economía y la abnegación más rigurosa formaban parte de la educación que recibían los niños como único legado. Se les enseñaba que Dios había determinado que la vida fuese una disciplina y que sus necesidades sólo podían ser satisfechas mediante el trabajo personal, la previsión, el cuidado y la fe. Este procedimiento era laborioso y fatigoso, pero saludable. Es precisamente lo que necesita el hombre en su condición caída, la escuela que Dios le proveyó para su educación y desarrollo.

Mientras que se acostumbraba a los jóvenes al trabajo y a las privaciones, no se descuidaba la cultura de su inteligencia. Se les enseñaba que todas sus facultades pertenecían a Dios y que todas debían ser aprovechadas y desarrolladas para servirle.

En su pureza y sencillez, las iglesias valdenses se asemejaban a la iglesia de los tiempos apostólicos. Rechazaban la supremacía de papas y prelados, y consideraban la Biblia como única autoridad suprema e infalible. En contraste con el modo de ser de los orgullosos sacerdotes de Roma, sus pastores seguían el ejemplo de su Maestro que "no vino para ser servido, sino para servir." Apacentaban el rebaño del Señor conduciéndolo por verdes pastos y a las fuentes de agua de vida de su santa Palabra. Alejado de los monumentos, de la pompa y de la vanidad de los hombres, el pueblo se reunía, no en soberbios templos ni en suntuosas catedrales, sino a la sombra de los montes, en los valles de los Alpes, o en tiempo de peligro en sitios peñascosos semejantes a fortalezas, para escuchar las palabras de verdad de labios de los siervos de Cristo. Los pastores no sólo predicaban el Evangelio, sino que visitaban a los enfermos, catequizaban a los niños, amonestaban a los que andaban extraviados y trabajaban para resolver las disputas y promover la armonía y el amor fraternal. En tiempo de paz eran sostenidos por las ofrendas voluntarias del pueblo; pero a imitación de Pablo que hacía tiendas, todos aprendían algún oficio o profesión con que sostenerse en caso necesario.

Los pastores impartían instrucción a los jóvenes. A la vez que se atendían todos los ramos de la instrucción, la Biblia era para ellos el estudio principal. Aprendían de memoria los Evangelios de Mateo y de Juan y muchas de las epístolas. Se ocupaban también en copiar las Santas Escrituras. Algunos manuscritos contenían la Biblia entera y otros solamente breves trozos escogidos, a los cuales agregaban algunas sencillas explicaciones del texto los que eran capaces de exponer las Escrituras. Así se sacaban a luz los tesoros de la verdad que por tanto tiempo habían ocultado los que querían elevarse a sí mismos sobre Dios.

Trabajando con paciencia y tenacidad en profundas y obscuras cavernas de la tierra, alumbrándose con antorchas, copiaban las Sagradas Escrituras, versículo por versículo, y capítulo por capítulo. Así proseguía la obra y la Palabra revelada de Dios brillaba como oro puro; pero sólo los que se empeñaban en esa obra podían discernir cuánto más pura, radiante y bella era aquella luz por efecto de las grandes pruebas que sufrían ellos. Angeles del cielo rodeaban a tan fieles servidores.

Satanás había incitado a los sacerdotes del papa a que sepultaran la Palabra de verdad bajo los escombros del error, la herejía y la superstición; pero ella conservó de un modo maravilloso su pureza a través de todas las edades tenebrosas. No llevaba la marca del hombre sino el sello de Dios. Incansables han sido los esfuerzos del hombre para obscurecer la sencillez y claridad de las Santas Escrituras y para hacerles contradecir su propio testimonio, pero a semejanza del arca que flotó sobre las olas agitadas y profundas, la Palabra de Dios cruza ilesa las tempestades que amenazan destruirla. Como las minas tienen ricas vetas de oro y plata ocultas bajo la superficie de la tierra, de manera que todo el que quiere hallar el precioso depósito debe forzosamente cavar para encontrarlo, así también contienen las Sagradas Escrituras tesoros de verdad que sólo se revelan a quien los busca con sinceridad, humildad y abnegación. Dios se había propuesto que la Biblia fuese un libro de instrucción para toda la humanidad en la niñez, en la juventud y en la edad adulta, y que fuese estudiada en todo tiempo. Dió su Palabra a los hombres como una revelación de Sí mismo. Cada verdad que vamos descubriendo es una nueva revelación del carácter de su Autor. El estudio de las Sagradas Escrituras es el medio divinamente instituído para poner a los hombres en comunión más estrecha con su Creador y para darles a conocer más claramente su voluntad. Es el medio de comunicación entre Dios y el hombre.

Si bien los valdenses consideraban el temor de Dios como el principio de la sabiduría, no dejaban de ver lo importante que es tratar con el mundo, conocer a los hombres y llevar una vida activa para desarrollar la inteligencia y para despertar las percepciones. De sus escuelas en las montañas enviaban algunos jóvenes a las instituciones de saber de las ciudades de Francia e Italia, donde encontraban un campo más vasto para estudiar, pensar y observar, que el que encontraban en los Alpes de su tierra. Los jóvenes así enviados estaban expuestos a las tentaciones, presenciaban de cerca los vicios y tropezaban con los astutos agentes de Satanás que les insinuaban las herejías más sutiles y los más peligrosos engaños. Pero habían recibido desde la niñez una sólida educación que los preparara convenientemente para hacer frente a todo esto.

En las escuelas adonde iban no debían intimar con nadie. Su ropa estaba confeccionada de tal modo que podía muy bien ocultar el mayor de sus tesoros: los preciosos manuscritos de las Sagradas Escrituras. Estos, que eran el fruto de meses y años de trabajo, los llevaban consigo, y, siempre que podían hacerlo sin despertar sospecha, ponían cautelosamente alguna porción de la Biblia al alcance de aquellos cuyo corazón parecía dispuesto a recibir la verdad. La juventud valdense era educada con tal objeto desde el regazo de la madre; comprendía su obra y la desempeñaba con fidelidad. En estas casas de estudios se ganaban conversos a la verdadera fe, y con frecuencia se veía que sus principios compenetraban toda la escuela; con todo, los dirigentes papales no podían encontrar, ni aun apelando a minuciosa investigación, la fuente de lo que ellos llamaban herejía corruptora.

El espíritu de Cristo es un espíritu misionero. El primer impulso del corazón regenerado es el de traer a otros también al Salvador. Tal era el espíritu de los cristianos valdenses. Comprendían que Dios no requería de ellos tan sólo que conservaran la verdad en su pureza en sus propias iglesias, sino que hicieran honor a la solemne responsabilidad de hacer que su luz iluminara a los que estaban en tinieblas. Con el gran poder de la Palabra de Dios procuraban destrozar el yugo que Roma había impuesto. Los ministros valdenses eran educados como misioneros, y a todos los que pensaban dedicarse al ministerio se les exigía primero que adquiriesen experiencia como evangelistas. Todos debían servir tres años en alguna tierra de misión antes de encargarse de alguna iglesia en la suya. Este servicio, que desde el principio requería abnegación y sacrificio, era una preparación adecuada para la vida que los pastores llevaban en aquellos tiempos de prueba. Los jóvenes que eran ordenados para el sagrado ministerio no veían en perspectiva ni riquezas ni gloria terrenales, sino una vida de trabajo y peligro y quizás el martirio. Los misioneros salían de dos en dos como Jesús se lo mandara a sus discípulos. Casi siempre se asociaba a un joven con un hombre de edad madura y de experiencia, que le servía de guía y de compañero y que se hacía responsable de su educación, exigiéndose del joven que fuera sumiso a la enseñanza. No andaban siempre juntos, pero con frecuencia se reunían para orar y conferenciar, y de este modo se fortalecían uno a otro en la fe.

Dar a conocer el objeto de su misión hubiera bastado para asegurar su fracaso. Así que ocultaban cuidadosamente su verdadero carácter. Cada ministro sabía algún oficio o profesión, y los misioneros llevaban a cabo su trabajo ocultándose bajo las apariencias de una vocación secular. Generalmente escogían el oficio de comerciantes o buhoneros. "Traficaban en sedas, joyas y en otros artículos que en aquellos tiempos no era fácil conseguir, a no ser en distantes emporios, y se les daba la bienvenida como comerciantes allí donde se les habría despreciado como misioneros." (Wylie, libro 1, cap. 7.) Constantemente elevaban su corazón a Dios pidiéndole sabiduría para poder exhibir a las gentes un tesoro más precioso que el oro y que las joyas que vendían. Llevaban siempre ocultos ejemplares de la Biblia entera, o porciones de ella, y siempre que se presentaba la oportunidad llamaban la atención de sus clientes a dichos manuscritos. Con frecuencia despertaban así el interés por la lectura de la Palabra de Dios y con gusto dejaban algunas porciones de ella a los que deseaban tenerlas.

La obra de estos misioneros empezó al pie de sus montañas, en las llanuras y valles que los rodeaban, pero se extendió mucho más allá de esos límites. Descalzos y con ropa tosca y desgarrada por las asperezas del camino, como la de su Maestro, pasaban por grandes ciudades y se internaban en lejanas tierras. En todas partes esparcían la preciosa semilla. Doquiera fueran se levantaban iglesias, y la sangre de los mártires daba testimonio de la verdad. El día de Dios pondrá de manifiesto una rica cosecha de almas segada por aquellos hombres tan fieles. A escondidas y en silencio la Palabra de Dios se abría paso por la cristiandad y encontraba buena acogida en los hogares y en los corazones de los hombres.

Para los valdenses, las Sagradas Escrituras no contenían tan sólo los anales del trato que Dios tuvo con los hombres en lo pasado y una revelación de las responsabilidades y deberes de lo presente, sino una manifestación de los peligros y glorias de lo porvenir. Creían que no distaba mucho el fin de todas las cosas, y al estudiar la Biblia con oración y lágrimas tanto más los impresionaban sus preciosas enseñanzas y la obligación que tenían de dar a conocer a otros sus verdades. Veían claramente revelado en las páginas sagradas el plan de la salvación, y hallaban consuelo, esperanza y paz, creyendo en Jesús. A medida que la luz iluminaba su entendimiento y alegraba sus corazones, deseaban con ansia ver derramarse sus rayos sobre aquellos que se hallaban en la obscuridad del error papal.

Veían que muchos, guiados por el papa y los sacerdotes, se esforzaban en vano por obtener el perdón mediante las mortificaciones que imponían a sus cuerpos por el pecado de sus almas. Como se les enseñaba a confiar en sus buenas obras para obtener la salvación, se fijaban siempre en sí mismos, pensando continuamente en lo pecaminoso de su condición, viéndose expuestos a la ira de Dios, afligiendo su cuerpo y su alma sin encontrar alivio. Así es como las doctrinas de Roma tenían sujetas a las almas concienzudas. Millares abandonaban amigos y parientes y se pasaban la vida en las celdas de un convento. Trataban en vano de hallar paz para sus conciencias con repetidos ayunos y crueles azotes y vigilias, postrados por largas horas sobre las losas frías y húmedas de sus tristes habitaciones, con largas peregrinaciones, con sacrificios humillantes y con horribles torturas. Agobiados por el sentido del pecado y perseguidos por el temor de la ira vengadora de Dios, muchos se sometían a padecimientos hasta que la naturaleza exhausta concluía por sucumbir y bajaban al sepulcro sin un rayo de luz o de esperanza.

Los valdenses ansiaban compartir el pan de vida con estas almas hambrientas, presentarles los mensajes de paz contenidos en las promesas de Dios y enseñarles a Cristo como su única esperanza de salvación. Tenían por falsa la doctrina de que las buenas obras pueden expiar la transgresión de la ley de Dios. La confianza que se deposita en el mérito humano hace perder de vista el amor infinito de Cristo. Jesús murió en sacrificio por el hombre porque la raza caída no tiene en sí misma nada que pueda hacer valer ante Dios. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe del cristiano. El alma depende de Cristo de una manera tan real, y su unión con él debe ser tan estrecha como la de un miembro con el cuerpo o como la de un pámpano con la vid.

Las enseñanzas de los papas y de los sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar el carácter de Dios, y aun el de Cristo, como austero, tétrico y antipático. Se representaba al Salvador tan desprovisto de toda simpatía hacia los hombres caídos, que era necesario invocar la mediación de los sacerdotes y de los santos. Aquellos cuya inteligencia había sido iluminada por la Palabra de Dios ansiaban mostrar a estas almas que Jesús es un Salvador compasivo y amante, que con los brazos abiertos invita a que vayan a él todos los cargados de pecados, cuidados y cansancio. Anhelaban derribar los obstáculos que Satanás había ido amontonando para impedir a los hombres que viesen las promesas y fueran directamente a Dios para confesar sus pecados y obtener perdón y paz.

Los misioneros valdenses se empeñaban en descubrir a los espíritus investigadores las verdades preciosas del Evangelio, y con muchas precauciones les presentaban porciones de las Santas Escrituras esmeradamente escritas. Su mayor gozo era infundir esperanza a las almas sinceras y agobiadas por el peso del pecado, que no podían ver en Dios más que un juez justiciero y vengativo. Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos y muchas veces hincados de hinojos, presentaban a sus hermanos las preciosas promesas que revelaban la única esperanza del pecador. De este modo la luz de la verdad penetraba en muchas mentes obscurecidas, disipando las nubes de tristeza hasta que el Sol de Justicia brillaba en el corazón impartiendo salud con sus rayos. Frecuentemente leían una y otra vez alguna parte de las Sagradas Escrituras a petición del que escuchaba, que quería asegurarse de que había oído bien. Lo que se deseaba en forma especial era la repetición de estas palabras: "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado." 1 Juan 1:7. "Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no se pierda, sino que tenga vida eterna." Juan 3:14, 15.

Muchos no se dejaban engañar por los asertos de Roma. Comprendían la nulidad de la mediación de hombres o ángeles en favor del pecador. Cuando la aurora de la luz verdadera alumbraba su entendimiento exclamaban con alborozo: "Cristo es mi sacerdote, su sangre es mi sacrificio, su altar es mi confesionario." Confiaban plenamente en los méritos de Jesús, y repetían las palabras: "Sin fe es imposible agradar a Dios." Hebreos 11:6. "Porque no hay otro nombre debajo del cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos." Hechos 4:12.

La seguridad del amor del Salvador era cosa que muchas de estas pobres almas agitadas por los vientos de la tempestad no podían concebir. Tan grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión de luz que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con plena confianza ponían su mano en la de Cristo; sus pies se asentaban sobre la Roca de los siglos. Perdían todo temor a la muerte. Ya podían ambicionar la cárcel y la hoguera si por su medio podían honrar el nombre de su Redentor.

En lugares secretos la Palabra de Dios era así sacada a luz y leída a veces a una sola alma, y en ocasiones a algún pequeño grupo que deseaba con ansias la luz y la verdad. Con frecuencia se pasaba toda la noche de esa manera. Tan grandes eran el asombro y la admiración de los que escuchaban, que el mensajero de la misericordia, con no poca frecuencia se veía obligado a suspender la lectura hasta que el entendimiento llegara a darse bien cuenta del mensaje de salvación. A menudo se proferían palabras como éstas: "¿Aceptará Dios en verdad mi ofrenda?" "¿Me mirará con ternura?" "¿Me perdonará?" La respuesta que se les leía era: "¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!" Mateo 11:28.

La fe se aferraba de las promesas, y se oía esta alegre respuesta: "Ya no habrá que hacer más peregrinaciones, ni viajes penosos a los santuarios. Puedo acudir a Jesús, tal como soy, pecador e impío, seguro de que no desechará la oración de arrepentimiento. ‘Los pecados te son perdonados.’ ¡Los míos, sí, aun los míos pueden ser perdonados!"

Un raudal de santo gozo llenaba el corazón, y el nombre de Jesús era ensalzado con alabanza y acción de gracias. Esas almas felices volvían a sus hogares a derramar luz, para contar a otros, lo mejor que podían, lo que habían experimentado y cómo habían encontrado el verdadero Camino. Había un poder extraño y solemne en las palabras de la Santa Escritura que hablaba directamente al corazón de aquellos que anhelaban la verdad. Era la voz de Dios que llevaba el convencimiento a los que oían.

El mensajero de la verdad proseguía su camino; pero su apariencia humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo se prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus oyentes no le preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan embargados se hallaban al principio por la sorpresa y después por la gratitud y el gozo, que no se les ocurría hacerle preguntas. Cuando le habían instado a que los acompañara a sus casas, les había contestado que debía primero ir a visitar las ovejas perdidas del rebaño. ¿Sería un ángel del cielo? se preguntaban.

En muchas ocasiones no se volvía a ver al mensajero de la verdad. Se había marchado a otras tierras, o su vida se consumía en algún calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el sitio mismo donde había muerto dando testimonio por la verdad. Pero las palabras que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían su obra en el corazón de los hombres, y sólo en el día del juicio se conocerán plenamente sus preciosos resultados.

Los misioneros valdenses invadían el reino de Satanás y los poderes de las tinieblas se sintieron incitados a mayor vigilancia. Cada esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era observado por el príncipe del mal, y éste atizaba los temores de sus agentes. Los caudillos papales veían peligrar su causa debido a los trabajos de estos humildes viandantes. Si permitían que la luz de la verdad brillara sin impedimento, disiparía las densas nieblas del error que envolvían a la gente; guiaría los espíritus de los hombres hacia Dios solo y destruiría al fin la supremacía de Roma.

La misma existencia de estos creyentes que guardaban la fe de la primitiva iglesia era un testimonio constante contra la apostasía de Roma, y por lo tanto despertaba el odio y la persecución más implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se negasen a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la superficie de la tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios en sus hogares de las montañas. Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y la escena del inocente Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.

Una y otra vez fueron asolados sus feraces campos, destruídas sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había sido campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar la sangre, así se enardecía la saña de los siervos del papa con los sufrimientos de sus víctimas. A muchos de estos testigos de la fe pura se les perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde estaban escondidos, entre bosques espesos y cumbres rocosas.

Ningún cargo se le podía hacer al carácter moral de esta gente proscrita. Sus mismos enemigos la tenían por gente pacífica, sosegada y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar a Dios conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les infligía todos los ultrajes, humillaciones y torturas que los hombres o los demonios podían inventar.

Una vez que Roma resolvió exterminar la secta odiada, el papa expidió una bula en que condenaba a sus miembros como herejes y los entregaba a la matanza. ( Véase el Apéndice.) No se les acusaba de holgazanes, ni de deshonestos, ni de desordenados, pero se declaró que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía "a las ovejas del verdadero rebaño." Por lo tanto el papa ordenó que si "la maligna y abominable secta de malvados," rehusaba abjurar, "fuese aplastada como serpiente venenosa." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) ¿Esperaba este altivo potentado tener que hacer frente otra vez a estas palabras? ¿Sabría que se hallaban archivadas en los libros del cielo para confundirle en el día del juicio? "En cuanto lo hicisteis a uno de los más pequeños de éstos mis hermanos—dijo Jesús,— a mí lo hicisteis." Mateo 25:40.

En aquella bula se convocaba a todos los miembros de la iglesia a participar en una cruzada contra los herejes. Como incentivo para persuadirlos a que tomaran parte en tan despiadada empresa, "absolvía de toda pena o penalidad eclesiástica, tanto general como particular, a todos los que se unieran a la cruzada, quedando de hecho libres de cualquier juramento que hubieran prestado; declaraba legítimos sus títulos sobre cualquiera propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a aquellos que mataran a cualquier hereje. Anulaba todo contrato hecho en favor de los valdenses; ordenaba a los criados de éstos que los abandonasen; prohibía a todos que les prestasen ayuda de cualquiera clase y los autorizaba para tomar posesión de sus propiedades." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) Este documento muestra a las claras qué espíritu satánico obraba detrás del escenario; es el rugido del dragón, y no la voz de Cristo, lo que en él se dejaba oír.

Los jefes papales no quisieron conformar su carácter con el gran modelo dado en la ley de Dios, sino que levantaron modelo a su gusto y determinaron obligar a todos a ajustarse a éste porque así lo había dispuesto Roma. Se perpetraron las más horribles tragedias. Los sacerdotes y papas corrompidos y blasfemos hacían la obra que Satanás les señalara. No había cabida para la misericordia en sus corazones. El mismo espíritu que crucificara a Cristo y que matara a los apóstoles, el mismo que impulsara al sanguinario Nerón contra los fieles de su tiempo, estaba empeñado en exterminar a aquellos que eran amados de Dios.

Las persecuciones que por muchos siglos cayeron sobre esta gente temerosa de Dios fueron soportadas por ella con una paciencia y constancia que honraban a su Redentor. No obstante las cruzadas lanzadas contra ellos y la inhumana matanza a que fueron entregados, siguieron enviando a sus misioneros a diseminar la preciosa verdad. Se los buscaba para darles muerte; y con todo, su sangre regó la semilla sembrada, que no dejó de dar fruto.

De esta manera fueron los valdenses testigos de Dios siglos antes del nacimiento de Lutero. Esparcidos por muchas tierras, arrojaron la semilla de la Reforma que brotó en tiempo de Wiclef, se desarrolló y echó raíces en días de Lutero, para seguir creciendo hasta el fin de los tiempos mediante el esfuerzo de todos cuantos estén listos para sufrirlo todo "a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús." Apocalipsis 1:9.

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"Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en medio del cual el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, que él ganó con su propia sangre. Sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar con lágrimas a cada uno." Hechos 20:28-31.

"Nadie os engañe en ninguna manera, porque ese día no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, que se opondrá y exaltará contra todo lo que se llama Dios, o que se adora; hasta sentarse en el templo de Dios, como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando estaba todavía con vosotros, os decía esto? Ahora sabéis lo que impide que a su tiempo se manifieste. Porque el misterio de iniquidad ya está obrando, sólo espera que sea quitado de en medio el que ahora lo detiene." 2 Tesalonicenses 2:3-7.

"Este mismo cuerno tenía ojos, y boca que hablaba grandezas, y su parecer mayor que el de sus compañeros. Y veía yo que este cuerno hacía guerra contra los santos, y los vencía," Daniel 7:20-21.

"Entonces el dragón fue airado contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra los otros de la simiente de ella, los cuales guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesucristo." Apocalipsis 12:17.

Capítulo 5

 

 

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Hubo un tiempo cuando la gente común no tenía Biblias: imagínese! Casi no había Biblias en ninguna parte. No se les permitía tenerlas. Luego se levanta un hombre que se propuso darle la Biblia a su gente—

Lea lo que sucedió. Esta es la historia de un hombre de Dios— la historia de Juan Wiclef—

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ANTES de la Reforma hubo tiempos en que no existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido que su Palabra fuese destruída completamente. Sus verdades no habían de quedar ocultas para siempre. Le era tan fácil quitar las cadenas a las palabras de vida como abrir las puertas de las cárceles y quitar los cerrojos a las puertas de hierro para poner en libertad a sus siervos. En los diferentes países de Europa hubo hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las Santas Escrituras, estudiaron las sagradas páginas con el más profundo interés. Deseaban adquirir la luz a cualquier costo. Aunque no lo veían todo con claridad, pudieron discernir muchas verdades que hacía tiempo yacían sepultadas. Iban como mensajeros enviados del cielo, rompiendo las ligaduras del error y la superstición, y exhortando a los que por tanto tiempo habían permanecido esclavos, a que se levantaran y afirmaran su libertad.

Salvo entre los valdenses, la Palabra de Dios había quedado encerrada dentro de los límites de idiomas conocidos tan sólo por la gente instruída; pero llegó el tiempo en que las Sagradas Escrituras iban a ser traducidas y entregadas a gentes de diversas tierras en su propio idioma. Había ya pasado la obscura medianoche para el mundo; fenecían las horas de tinieblas, y en muchas partes aparecían señales del alba que estaba para rayar.

En el siglo XIV salió en Inglaterra "El Lucero de La Reforma ," Juan Wiclef, que fue el heraldo de la Reforma no sólo para Inglaterra sino para toda la cristiandad. La gran protesta que contra Roma le fue dado lanzar, no iba a ser nunca acallada, porque inició la lucha que iba a dar por resultado la emancipación de los individuos, las iglesias y las naciones.

Recibió Wiclef una educación liberal y para él era el amor de Jehová el principio de la sabiduría. Se distinguió en el colegio por su ferviente piedad, a la vez que por su talento notable y su profunda erudición. En su sed de saber trató de conocer todos los ramos de la ciencia. Se educó en la filosofía escolástica, en los cánones de la iglesia y en el derecho civil, especialmente en el de su país. En sus trabajos posteriores le fue muy provechosa esta temprana enseñanza. Debido a su completo conocimiento de la filosofía especulativa de su tiempo, pudo exponer los errores de ella, y el estudio de las leyes civiles y eclesiásticas le preparó para tomar parte en la gran lucha por la libertad civil y religiosa. A la vez que podía manejar las armas que encontraba en la Palabra de Dios, había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y comprendía la táctica de los hombres de escuela. El poder de su genio y sus conocimientos extensos y profundos le granjearon el respeto de amigos y enemigos. Sus partidarios veían con orgullo que su campeón sobresalía entre los intelectos más notables de la nación; y sus enemigos se veían imposibilitados para arrojar desdén sobre la causa de la reforma por una exposición de la ignorancia o debilidad de su defensor.

Estando Wiclef todavía en el colegio se dedicó al estudio de las Santas Escrituras. En aquellos remotos tiempos cuando la Biblia existía sólo en los idiomas primitivos, los eruditos eran los únicos que podían allegarse a la fuente de la verdad, que a las clases incultas les estaba vedada. Ese estudio preparó el camino para el trabajo futuro de Wiclef como reformador. Algunos hombres ilustrados habían estudiado la Palabra de Dios y en ella habían encontrado revelada la gran verdad de la gracia concedida gratuitamente por Dios. Y por sus enseñanzas habían difundido esta verdad e inducido a otros a aceptar los oráculos divinos.

Cuando la atención de Wiclef fue dirigida a las Sagradas Escrituras, se consagró a escudriñarlas con el mismo empeño que había desplegado para adueñarse por completo de la instrucción que se impartía en los colegios. Hasta entonces había experimentado una necesidad que ni sus estudios escolares ni las enseñanzas de la iglesia habían podido satisfacer. Encontró en la Palabra de Dios lo que antes había buscado en vano. En ella halló revelado el plan de la salvación, y vió a Cristo representado como el único abogado para el hombre. Se entregó al servicio de Cristo y resolvió proclamar las verdades que había descubierto.

Como los reformadores que se levantaron tras él, Wiclef en el comienzo de su obra no pudo prever hasta dónde ella le conduciría. No se levantó deliberadamente en oposición contra Roma, pero su devoción a la verdad no podía menos que ponerle en conflicto con la mentira. Conforme iba discerniendo con mayor claridad los errores del papado, presentaba con creciente ardor las enseñanzas de la Biblia. Veía que Roma había abandonado la Palabra de Dios cambiándola por las tradiciones humanas; acusaba desembozadamente al clero de haber desterrado las Santas Escrituras y exigía que la Biblia fuese restituída al pueblo y que se estableciera de nuevo su autoridad dentro de la iglesia. Era maestro entendido y abnegado y predicador elocuente, cuya vida cotidiana era una demostración de las verdades que predicaba. Su conocimiento de las Sagradas Escrituras, la fuerza de sus argumentos, la pureza de su vida y su integridad y valor inquebrantables, le atrajeron la estimación y la confianza de todos. Muchos de entre el pueblo estaban descontentos con su antiguo credo al ver las iniquidades que prevalecían en la iglesia de Roma, y con inmenso regocijo recibieron las verdades expuestas por Wiclef, pero los caudillos papales se llenaron de ira al observar que el reformador estaba adquiriendo una influencia superior a la de ellos.

Wiclef discernía los errores con mucha sagacidad y se oponía valientemente a muchos de los abusos sancionados por la autoridad de Roma. Mientras desempeñaba el cargo de capellán del rey, se opuso osadamente al pago de los tributos que el papa exigía al monarca inglés, y demostró que la pretensión del pontífice al asumir autoridad sobre los gobiernos seculares era contraria tanto a la razón como a la Biblia. Las exigencias del papa habían provocado profunda indignación y las enseñanzas de Wiclef ejercieron influencia sobre las inteligencias más eminentes de la nación. El rey y los nobles se unieron para negar el dominio temporal del papa y rehusar pagar el tributo. Fue éste un golpe certero asestado a la supremacía papal en Inglaterra.

Otro mal contra el cual el reformador sostuvo largo y reñido combate, fue la institución de las órdenes de los frailes mendicantes. Pululaban estos frailes en Inglaterra, y comprometían la prosperidad y la grandeza de la nación. Las industrias, la educación y la moral eran afectadas directamente por la influencia agostadora de dichos frailes. La vida de ociosidad de aquellos pordioseros era no sólo una sangría que agotaba los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo fuera mirado con menosprecio. La juventud se desmoralizaba y cundía en ella la corrupción. Debido a la influencia de los frailes, muchos eran inducidos a entrar en el claustro y consagrarse a la vida monástica, y esto no sólo sin contar con el consentimiento de los padres, sino aun sin que éstos lo supieran, o en abierta oposición con su voluntad. Con el fin de establecer la primacía de la vida conventual sobre las obligaciones y los lazos del amor a los padres, uno de los primeros padres de la iglesia romana había hecho esta declaración: "Aunque tu padre se postrase en tierra ante tu puerta, llorando y lamentándose, y aunque tu madre te enseñase el seno en que te trajo y los pechos que te amamantaron, deberías hollarlos y seguir tu camino hacia Cristo sin vacilaciones." Con esta "monstruosa inhumanidad," como la llamó Lutero más tarde, "más propia de lobos o de tiranos que de cristianos y del hombre," se endurecían los sentimientos de los hijos para con sus padres. —Barnas Sears, The Life of Luther, págs. 70, 69. Así los caudillos papales, como antaño los fariseos, anulaban el mandamiento de Dios mediante sus tradiciones y los hogares eran desolados, viéndose privados los padres de la compañía de sus hijos e hijas.

Aun los mismos estudiantes de las universidades eran engañados por las falsas representaciones de los monjes e inducidos a incorporarse en sus órdenes. Muchos se arrepentían luego de haber dado este paso, al echar de ver que marchitaban su propia vida y ocasionaban congojas a sus padres; pero, una vez cogidos en la trampa, les era imposible recuperar la libertad. Muchos padres, temiendo la influencia de los monjes rehusaban enviar a sus hijos a las universidades, y disminuyó notablemente el número de alumnos que asistían a los grandes centros de enseñanza; así decayeron estos planteles y prevaleció la ignorancia.

El papa había dado a los monjes facultad de oír confesiones y de otorgar absolución, cosa que se convirtió en mal incalculable. En su afán por incrementar sus ganancias, los frailes estaban tan dispuestos a conceder la absolución al culpable, que toda clase de criminales se acercaba a ellos, y se notó en consecuencia, un gran desarrollo de los vicios más perniciosos. Dejábase padecer a los enfermos y a los pobres, en tanto que los donativos que pudieran aliviar sus necesidades eran depositados a los pies de los monjes, quienes con amenazas exigían las limosnas del pueblo y denunciaban la impiedad de los que las retenían. No obstante su voto de pobreza, la riqueza de los frailes iba en constante aumento, y sus magníficos edificios y sus mesas suntuosas hacían resaltar más la creciente pobreza de la nación. Y mientras que ellos dedicaban su tiempo al fausto y los placeres, mandaban en su lugar a hombres ignorantes, que sólo podían relatar cuentos maravillosos, leyendas y chistes, para divertir al pueblo y hacerle cada vez más víctima de los engaños de los monjes. A pesar de todo esto, los tales seguían ejerciendo dominio sobre las muchedumbres supersticiosas y haciéndoles creer que todos sus deberes religiosos se reducían a reconocer la supremacía del papa, adorar a los santos y hacer donativos a los monjes, y que esto era suficiente para asegurarles un lugar en el cielo.

Hombres instruídos y piadosos se habían esforzado en vano por realizar una reforma en estas órdenes monásticas; pero Wiclef, que tenía más perspicacidad, asestó sus golpes a la raíz del mal, declarando que de por sí el sistema era malo y que debería ser suprimido. Se suscitaron discusiones e investigaciones. Mientras los monjes atravesaban el país vendiendo indulgencias del papa, muchos había que dudaban de la posibilidad de que el perdón se pudiera comprar con dinero, y se preguntaban si no sería más razonable buscar el perdón de Dios antes que el del pontífice de Roma. (Véase el Apéndice.) No pocos se alarmaban al ver la rapacidad de los frailes cuya codicia parecía insaciable. "Los monjes y sacerdotes de Roma," decían ellos, "nos roen como el cáncer. Dios tiene que librarnos o el pueblo perecerá."—D’Aubigné, lib. 17, cap. 7. Para disimular su avaricia estos monjes mendicantes aseveraban seguir el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad de la gente. Este aserto perjudicó su causa, porque indujo a muchos a investigar la verdad en la Biblia, que era lo que menos deseaba Roma, pues los intelectos humanos eran así dirigidos a la fuente de la verdad que ella trataba de ocultarles.

Wiclef empezó a publicar folletos contra los frailes, no tanto para provocarlos a discutir con él como para llamar la atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor. Declaró que el poder de perdonar o de excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no hubiese primero atraído sobre sí la condenación de Dios. Y en verdad que Wiclef no hubiera podido acertar con un medio mejor de derrocar el formidable dominio espiritual y temporal que el papa levantara y bajo el cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.

Wiclef fue nuevamente llamado a defender los derechos de la corona de Inglaterra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos conferenciando con los comisionados del papa. Allí estuvo en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que en Inglaterra no hubiera descubierto. Se enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos posteriores. En aquellos representantes de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la jerarquía. Volvió a Inglaterra para reiterar sus anteriores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.

Hablando del papa y de sus recaudadores, decía en uno de sus folletos: "Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simoníaca, y hacen que toda la cristiandad mantenga y afirme esta herejía. Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal, orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos devuelve más que la maldición que Dios pronuncia sobre su simonía."—J. Lewis, History of the Life and Sufferings of J. Wiclif, pág. 37.

Poco después de su regreso a Inglaterra, Wiclef recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth. Esto le convenció de que el monarca, cuando menos, no estaba descontento con la franqueza con que había hablado. Su influencia se dejó sentir en las resoluciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación.

Pronto fueron lanzados contra Wiclef los rayos y las centellas papales. Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra: a la universidad, al rey y a los prelados, ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía. (A. Neander, History of the Christian Religion and Church, período 6, sec. 2, parte 1, párr. 8. Véase también el Apéndice.) Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wiclef a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wiclef que se retirara en paz. Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el reformador, murió, y el antiguo protector de Wiclef llegó a ser regente del reino.

Pero la llegada de las bulas pontificales impuso a toda Inglaterra la orden perentoria de arrestar y encarcelar al hereje. Esto equivalía a una condenación a la hoguera. Ya parecía pues Wiclef destinado a ser pronto víctima de las venganzas de Roma. Pero Aquel que había dicho a un ilustre patriarca: "No temas, . . . yo soy tu escudo" Génesis 15:1, volvió a extender su mano para proteger a su siervo, así que el que murió, no fue el reformador, sino Gregorio XI, el pontífice que había decretado su muerte, y los eclesiásticos que se habían reunido para el juicio de Wiclef se dispersaron.

La providencia de Dios dirigió los acontecimientos de tal manera que ayudaron al desarrollo de la Reforma. Muerto Gregorio, eligiéronse dos papas rivales. Dos poderes en conflicto, cada cual pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes. Cada uno pedía el auxilio de los fieles para hacerle la guerra al otro, su rival, y reforzaba sus exigencias con terribles anatemas contra los adversarios y con promesas celestiales para sus partidarios. Esto debilitó notablemente el poder papal. Harto tenían que hacer ambos partidos rivales para pelear uno con otro, de modo que Wiclef pudo descansar por algún tiempo. Anatemas y recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían en la contienda de tan encontrados intereses. La iglesia rebosaba de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador vivía tranquilo retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando diligentemente por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en guerra uno con otro, y que la fijaran en Jesús, el Príncipe de Paz.

El cisma, con la contienda y corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, pues ayudó al pueblo a conocer el papado tal cual era. En un folleto que publicó Wiclef sobre "El cisma de los papas," exhortó al pueblo a considerar si ambos sacerdotes no decían la verdad al condenarse uno a otro como anticristos. "Dios—decía él—no quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de esos sacerdotes, sino que . . . puso enemistad entre ambos, para que los hombres, en el nombre de Cristo, puedan vencer a ambos con mayor facilidad."—R. Vaughan, Life and Opinions of John de Wycliffe, tomo 2, pág. 6. Como su Maestro, predicaba Wiclef el Evangelio a los pobres. No dándose por satisfecho con hacer que la luz brillara únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de Lutterworth, quiso difundirla por todos los ámbitos de Inglaterra. Para esto organizó un cuerpo de predicadores, todos ellos hombres sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban otra cosa que extenderla por todas partes. Para darla a conocer enseñaban en los mercados, en las calles de las grandes ciudades y en los sitios apartados; visitaban a los ancianos, a los pobres y a los enfermos impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de Dios.

Siendo profesor de teología en Oxford, predicaba Wiclef la Palabra de Dios en las aulas de la universidad. Presentó la verdad a los estudiantes con tanta fidelidad, que mereció el título de "Doctor evangélico." Pero la obra más grande de su vida había de ser la traducción de la Biblia en el idioma inglés. En una obra sobre "La verdad y el significado de las Escrituras" dió a conocer su intención de traducir la Biblia para que todo hombre en Inglaterra pudiera leer en su propia lengua y conocer por sí mismo las obras maravillosas de Dios.

Pero de pronto tuvo que suspender su trabajo. Aunque no tenía aún sesenta años de edad, sus ocupaciones continuas, el estudio, y los ataques de sus enemigos, le habían debilitado y envejecido prematuramente. Le sobrevino una peligrosa enfermedad cuyas nuevas, al llegar a oídos de los frailes, los llenaron de alegría. Pensaron que en tal trance lamentaría Wiclef amargamente el mal que había causado a la iglesia. En consecuencia se apresuraron a ir a su vivienda para oír su confesión. Dándole ya por agonizante se reunieron en derredor de él los representantes de las cuatro órdenes religiosas, acompañados por cuatro dignatarios civiles, y le dijeron: "Tienes el sello de la muerte en tus labios, conmuévete por la memoria de tus faltas y retráctate delante de nosotros de todo cuanto has dicho para perjudicarnos." El reformador escuchó en silencio; luego ordenó a su criado que le ayudara a incorporarse en su cama, y mirándolos con fijeza mientras permanecían puestos en pie esperando oír su retractación, les habló con aquella voz firme y robusta que tantas veces les había hecho temblar, y les dijo: "No voy a morir, sino que viviré para volver a denunciar las maquinaciones de los frailes."D’Aubigné, lib. 17, cap. 7. Sorprendidos y corridos los monjes se apresuraron a salir del aposento.

Las palabras de Wiclef se cumplieron. Vivió lo bastante para poder dejar en manos de sus connacionales el arma más poderosa contra Roma: la Biblia, el agente enviado del cielo para libertar, alumbrar y evangelizar al pueblo. Muchos y grandes fueron los obstáculos que tuvo que vencer para llevar a cabo esta obra. Se veía cargado de achaques; sabía que sólo le quedaban unos pocos años que dedicar a sus trabajos, y se daba cuenta de la oposición que debía arrostrar, pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, siguió adelante sin que nada le intimidara. Estaba en pleno goce de sus fuerzas intelectuales y enriquecido por mucha experiencia, la providencia especial de Dios le había conservado y preparado para esta la mayor de sus obras; de modo que mientras toda la cristiandad se hallaba envuelta en tumultos el reformador, en su rectoría de Lutterworth, sin hacer caso de la tempestad que rugía en derredor, se dedicaba a la tarea que había escogido.

Por fin dió cima a la obra: acabó la primera traducción de la Biblia que se hiciera en inglés. El Libro de Dios quedaba abierto para Inglaterra. El reformador ya no temía la prisión ni la hoguera. Había puesto en manos del pueblo inglés una luz que jamás se extinguiría. Al darles la Biblia a sus compatriotas había hecho más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para libertar y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias más brillantes en los campos de batalla.

Como todavía la imprenta no era conocida, los ejemplares de la Biblia no se multiplicaban sino mediante un trabajo lento y enojoso. Tan grande era el empeño de poseer el libro, que muchos se dedicaron voluntariamente a copiarlo; sin embargo, les costaba mucho a los copistas satisfacer los pedidos. Algunos de los compradores más ricos deseaban la Biblia entera. Otros compraban solamente una porción. En muchos casos se unían varias familias para comprar un ejemplar. De este modo la Biblia de Wiclef no tardó en abrirse paso en los hogares del pueblo.

Como el sagrado libro apelaba a la razón, logró despertar a los hombres de su pasiva sumisión a los dogmas papales. En lugar de éstos, Wiclef enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por medio de la fe en Cristo y la infalibilidad única de las Sagradas Escrituras. Los predicadores que él enviaba ponían en circulación la Biblia junto con los escritos del reformador, y con tan buen éxito, que la nueva fe fue aceptada por casi la mitad del pueblo inglés.

La aparición de las Santas Escrituras llenó de profundo desaliento a las autoridades de la iglesia. Estas tenían que hacer frente ahora a un agente más poderoso que Wiclef: una fuerza contra la cual todas sus armas servirían de poco. No había ley en aquel tiempo que prohibiese en Inglaterra la lectura de la Biblia, porque jamás se había hecho una versión en el idioma del pueblo. Tales leyes se dictaron poco después y fueron puestas en vigor del modo más riguroso; pero, entretanto, y a pesar de los esfuerzos del clero, hubo oportunidad para que la Palabra de Dios circulara por algún tiempo.

Nuevamente los caudillos papales quisieron imponer silencio al reformador. Le citaron ante tres tribunales sucesivos, para juzgarlo, pero sin resultado alguno. Primero un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos, y logrando atraer a sus miras al joven rey Ricardo II, obtuvo un decreto real que condenaba a prisión a todos los que sostuviesen las doctrinas condenadas.

Wiclef apeló de esa sentencia del sínodo al parlamento; sin temor alguno demandó al clero ante el concilio nacional y exigió que se reformaran los enormes abusos sancionados por la iglesia. Con notable don de persuasión describió las usurpaciones y las corrupciones de la sede papal, y sus enemigos quedaron confundidos. Los amigos y partidarios de Wiclef se habían visto obligados a ceder, y se esperaba confiadamente que el mismo reformador al llegar a la vejez y verse solo y sin amigos, se inclinaría ante la autoridad combinada de la corona y de la mitra. Mas en vez de esto, los papistas se vieron derrotados. Entusiasmado por las elocuentes interpelaciones de Wiclef, el parlamento revocó el edicto de persecución y el reformador se vió nuevamente libre.

Por tercera vez le citaron para formarle juicio, y esta vez ante el más alto tribunal eclesiástico del reino. En esta corte suprema no podía haber favoritismo para la herejía; en ella debía asegurarse el triunfo para Roma y ponerse fin a la obra del reformador. Así pensaban los papistas. Si lograban su intento, Wiclef se vería obligado a abjurar sus doctrinas o de lo contrario sólo saldría del tribunal para ser quemado.

Empero Wiclef no se retractó, ni quiso disimular nada. Sostuvo intrépido sus enseñanzas y rechazó los cargos de sus perseguidores. Olvidándose de sí mismo, de su posición y de la ocasión, emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó los sofismas y las imposturas de sus enemigos en la balanza de la verdad eterna. El poder del Espíritu Santo se dejó sentir en la sala del concilio. Los circunstantes notaron la influencia de Dios y parecía que no tuvieran fuerzas suficientes para abandonar el lugar. Las palabras del reformador eran como flechas de la aljaba de Dios, que penetraban y herían sus corazones. El cargo de herejía que pesaba sobre él, Wiclef lo lanzó contra ellos con poder irresistible. Los interpeló por el atrevimiento con que extendían sus errores y los denunció como traficantes que por amor al lucro comerciaban con la gracia de Dios.

"¿Contra quién pensáis que estáis contendiendo?—dijo al concluir.—¿Con un anciano que está ya al borde del sepulcro? —¡No! ¡contra la Verdad, la Verdad que es más fuerte que vosotros y que os vencerá!" (Wylie, lib. 2, cap. 13.) Y diciendo esto se retiró de la asamblea sin que ninguno de los adversarios intentara detenerlo.

La obra de Wiclef quedaba casi concluída. El estandarte de la verdad que él había sostenido por tanto tiempo iba pronto a caer de sus manos; pero era necesario que diese un testimonio más en favor del Evangelio. La verdad debía ser proclamada desde la misma fortaleza del imperio del error. Fue emplazado Wiclef a presentarse ante el tribunal papal de Roma, que había derramado tantas veces la sangre de los santos. Por cierto que no dejaba de darse cuenta del gran peligro que le amenazaba, y sin embargo, hubiera asistido a la cita si no se lo hubiese impedido un ataque de parálisis que le dejó imposibilitado para hacer el viaje. Pero si su voz no se iba a oír en Roma, podía hablar por carta, y resolvió hacerlo. Desde su rectoría el reformador escribió al papa una epístola que, si bien fue redactada en estilo respetuoso y espíritu cristiano, era una aguda censura contra la pompa y el orgullo de la sede papal.

"En verdad me regocijo—decía—en hacer notoria y afirmar delante de todos los hombres la fe que poseo, y especialmente ante el obispo de Roma, quien, como supongo que ha de ser persona honrada y de buena fe, no se negará a confirmar gustoso esta mi fe, o la corregirá si acaso la encuentra errada.

"En primer término, supongo que el Evangelio de Cristo es toda la substancia de la ley de Dios... Declaro y sostengo que por ser el obispo de Roma el vicario de Cristo aquí en la tierra, está sujeto más que nadie a la ley del Evangelio. Porque entre los discípulos de Cristo la grandeza no consistía en dignidades o valer mundanos, sino en seguir de cerca a Cristo e imitar fielmente su vida y sus costumbres.... Durante el tiempo de su peregrinación en la tierra Cristo fue un hombre muy pobre, que despreciaba y desechaba todo poder y todo honor terreno....

"Ningún hombre de buena fe debiera seguir al papa ni a santo alguno, sino en aquello en que ellos siguen el ejemplo del Señor Jesucristo, pues Pedro y los hijos de Zebedeo, al desear honores del mundo, lo cual no es seguir las pisadas de Cristo, pecaron y, por tanto, no deben ser imitados en sus errores....

"El papa debería dejar al poder secular todo dominio y gobierno temporal y con tal fin exhortar y persuadir eficazmente a todo el clero a hacer otro tanto, pues así lo hizo Cristo y especialmente sus apóstoles. Por consiguiente, si me he equivocado en cualquiera de estos puntos, estoy dispuesto a someterme a la corrección y aun a morir, si es necesario. Si pudiera yo obrar conforme a mi voluntad y deseo, siendo dueño de mí mismo, de seguro que me presentaría ante el obispo de Roma; pero el Señor se ha dignado visitarme para que se haga lo contrario y me ha enseñado a obedecer a Dios antes que a los hombres."

Al concluir decía: "Oremos a Dios para que mueva de tal modo el corazón de nuestro papa Urbano Vl, que él y su clero sigan al Señor Jesucristo en su vida y costumbres, y así se lo enseñen al pueblo, a fin de que, siendo ellos el dechado, todos los fieles los imiten con toda fidelidad."—Juan Foxe, Acts and Monuments, tomo 3, págs. 49, 50.

Así enseñó Wiclef al papa y a sus cardenales la mansedumbre y humildad de Cristo, haciéndoles ver no sólo a ellos sino a toda la cristiandad el contraste que había entre ellos y el Maestro de quien profesaban ser representantes.

Wiclef estaba convencido de que su fidelidad iba a costarle la vida. El rey, el papa y los obispos estaban unidos para lograr su ruina, y parecía seguro que en pocos meses a más tardar le llevarían a la hoguera. Pero su valor no disminuyó. "Por qué habláis de buscar lejos la corona del martirio?— decía él.—Predicad el Evangelio de Cristo a arrogantes prelados, y el martirio no se hará esperar. ¡Qué! ¿Viviría yo para quedarme callado? . . . ¡Nunca! ¡Que venga el golpe! Esperándolo estoy."D’Aubigné, lib. 17, cap. 8.

No obstante, la providencia de Dios velaba aún por su siervo, y el hombre que durante toda su vida había defendido con arrojo la causa de la verdad, exponiéndose diariamente al peligro, no había de caer víctima del odio de sus enemigos. Wiclef nunca miró por sí mismo, pero el Señor había sido su protector y ahora que sus enemigos se creían seguros de su presa, Dios le puso fuera del alcance de ellos. En su iglesia de Lutterworth, en el momento en que iba a dar la comunión, cayó herido de parálisis y murió al poco tiempo.

Dios le había señalado a Wiclef su obra. Puso en su boca la palabra de verdad y colocó una custodia en derredor suyo para que esa palabra llegase a oídos del pueblo. Su vida fue protegida y su obra continuó hasta que hubo echado los cimientos para la grandiosa obra de la Reforma.

Wiclef surgió de entre las tinieblas de los tiempos de ignorancia y superstición. Nadie había trabajado antes de él en una obra que dejara un molde al que Wiclef pudiera atenerse. Suscitado como Juan el Bautista para cumplir una misión especial, fue el heraldo de una nueva era. Con todo, en el sistema de verdad que presentó hubo tal unidad y perfección que no pudieron superarlo los reformadores que le siguieron, y algunos de ellos no lo igualaron siquiera, ni aun cien años más tarde. Echó cimientos tan hondos y amplios, y dejó una estructura tan exacta y firme que no necesitaron hacer modificaciones los que le sucedieron en la causa.

El gran movimiento inaugurado por Wiclef, que iba a libertar las conciencias y los espíritus y emancipar las naciones que habían estado por tanto tiempo atadas al carro triunfal de Roma, tenía su origen en la Biblia. Era ella el manantial de donde brotó el raudal de bendiciones que como el agua de la vida ha venido fluyendo a través de las generaciones desde el siglo XIV. Con fe absoluta, Wiclef aceptaba las Santas Escrituras como la revelación inspirada de la voluntad de Dios, como regla suficiente de fe y conducta. Se le había enseñado a considerar la iglesia de Roma como la autoridad divina e infalible y a aceptar con reverencia implícita las enseñanzas y costumbres establecidas desde hacía mil años; pero de todo esto se apartó para dar oídos a la santa Palabra de Dios. Esta era la autoridad que él exigía que el pueblo reconociese. En vez de la iglesia que hablaba por medio del papa, declaraba él que la única autoridad verdadera era la voz de Dios escrita en su Palabra; y enseñó que la Biblia es no sólo una revelación perfecta de la voluntad de Dios, sino que el Espíritu Santo es su único intérprete, y que por el estudio de sus enseñanzas cada uno debe conocer por sí mismo sus deberes. Así logró que se fijaran los hombres en la Palabra de Dios y dejaran a un lado al papa y a la iglesia de Roma.

Wiclef fue uno de los mayores reformadores. Por la amplitud de su inteligencia, la claridad de su pensamiento, su firmeza para sostener la verdad y su intrepidez para defenderla, fueron pocos los que le igualaron entre los que se levantaron tras él. Caracterizaban al primero de los reformadores su pureza de vida, su actividad incansable en el estudio y el trabajo, su integridad intachable, su fidelidad en el ministerio y sus nobles sentimientos, que eran los mismos que se notaron en Cristo Jesús. Y esto, no obstante la obscuridad intelectual y la corrupción moral de la época en que vivió.

El carácter de Wiclef es una prueba del poder educador y transformador de las Santas Escrituras. A la Biblia debió él todo lo que fue. El esfuerzo hecho para comprender las grandes verdades de la revelación imparte vigor a todas las facultades y las fortalece; ensancha el entendimiento, aguza las percepciones y madura el juicio. El estudio de la Biblia ennoblecerá como ningún otro estudio el pensamiento, los sentimientos y las aspiraciones. Da constancia en los propósitos, paciencia, valor y perseverancia; refina el carácter y santifica el alma. Un estudio serio y reverente de las Santas Escrituras, al poner la mente de quienes se dedicaran a él en contacto directo con la mente del Todopoderoso, daría al mundo hombres de intelecto mayor y más activo, como también de principios más nobles que los que pueden resultar de la más hábil enseñanza de la filosofía humana. "La entrada de tus palabras —dice el salmista—alumbra; a los simples les da inteligencia." Salmo 119:130.

Las doctrinas que enseñó Wiclef siguieron cundiendo por algún tiempo; sus partidarios, conocidos por wiclefistas y lolardos, no sólo recorrían Inglaterra sino que se esparcieron por otras partes, llevando a otros países el conocimiento del Evangelio. Cuando su jefe falleció, los predicadores trabajaron con más celo aun que antes, y las multitudes acudían a escuchar sus enseñanzas. Algunos miembros de la nobleza y la misma esposa del rey contábanse en el número de los convertidos, y en muchos lugares se notaba en las costumbres del pueblo un cambio notable y se sacaron de las iglesias los símbolos idólatras del romanismo. Pero pronto la tempestad de la desapiadada persecución se desató sobre aquellos que se atrevían a aceptar la Biblia como guía. Los monarcas ingleses, ansiosos de confirmar su poder con el apoyo de Roma, no vacilaron en sacrificar a los reformadores. Por primera vez en la historia de Inglaterra fue decretado el uso de la hoguera para castigar a los propagadores del Evangelio. Los martirios seguían a los martirios. Los que abogaban por la verdad eran desterrados o atormentados y sólo podían clamar al oído del Dios de Sabaoth. Se les perseguía como a enemigos de la iglesia y traidores del reino, pero ellos seguían predicando en lugares secretos, buscando refugio lo mejor que podían en las humildes casas de los pobres y escondiéndose muchas veces en cuevas y antros de la tierra.

A pesar de la ira de los perseguidores, continuó serena, firme y paciente por muchos siglos la protesta que los siervos de Dios sostuvieron contra la perversión predominante de las enseñanzas religiosas. Los cristianos de aquellos tiempos primitivos no tenían más que un conocimiento parcial de la verdad, pero habían aprendido a amar la Palabra de Dios y a obedecerla, y por ella sufrían con paciencia. Como los discípulos en los tiempos apostólicos, muchos sacrificaban sus propiedades terrenales por la causa de Cristo. Aquellos a quienes se permitía habitar en sus hogares, daban asilo con gusto a sus hermanos perseguidos, y cuando a ellos también se les expulsaba de sus casas, aceptaban alegremente la suerte de los desterrados. Cierto es que miles de ellos, aterrorizados por la furia de los perseguidores, compraron su libertad haciendo el sacrificio de su fe, y salieron de las cárceles llevando el hábito de los arrepentidos para hacer pública retractación; pero no fue escaso el número—contándose entre ellos nobles y ricos, así como pobres y humildes—de los que sin miedo alguno daban testimonio de la verdad en los calabozos, en las "torres lolardas," gozosos en medio de los tormentos y las llamas, de ser tenidos por dignos de participar de "la comunión de sus padecimientos.

Los papistas fracasaron en su intento de perjudicar a Wiclef durante su vida, y su odio no podía aplacarse mientras que los restos del reformador siguieran descansando en la paz del sepulcro. Por un decreto del concilio de Constanza, más de cuarenta años después de la muerte de Wiclef sus huesos fueron exhumados y quemados públicamente, y las cenizas arrojadas a un arroyo cercano. "Ese arroyo— dice un antiguo escritor—llevó las cenizas al río Avón, el Avón al Severna, el Severna a los mares y éstos al océano; y así es como las cenizas de Wiclef son emblema de sus doctrinas, las cuales se hallan esparcidas hoy día por el mundo entero."—T. Fuller, Church History of Britain, lib. 4, sec. 2, párr. 54. ¡Cuán poco alcanzaron a comprender sus enemigos el significado de su acto perverso!

Por medio de los escritos de Wiclef, Juan Hus, de Bohemia, fue inducido a renunciar a muchos de los errores de Roma y a asociarse a la obra de reforma. Y de este modo, en aquellos dos países, tan distantes uno de otro, fue sembrada la semilla de la verdad. De Bohemia se extendió la obra hasta otros países; la mente de los hombres fue encauzada hacia la Palabra de Dios que por tan largo tiempo había sido relegada al olvido. La mano divina estaba así preparando el camino a la gran Reforma.

APOSTASIA PREDICHA

"Mirad por vosotros, y por todo el rebaño en medio del cual el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, que él ganó con su propia sangre. Sé que después de mi partida entrarán entre vosotros lobos rapaces, que no perdonarán el rebaño. Y de entre vosotros mismos se levantarán hombres que enseñarán cosas perversas, para arrastrar a los discípulos en pos de sí. Por tanto, velad, acordándoos que por tres años, de noche y de día, no cesé de amonestar con lágrimas a cada uno." Hechos 20:28-31.

"Nadie os engañe en ninguna manera, porque ese día no vendrá sin que antes venga la apostasía, y se manifieste el hombre de pecado, el hijo de perdición, que se opondrá y exaltará contra todo lo que se llama Dios, o que se adora; hasta sentarse en el templo de Dios, como Dios, haciéndose pasar por Dios. ¿No os acordáis que cuando estaba todavía con vosotros, os decía esto? Ahora sabéis lo que impide que a su tiempo se manifieste. Porque el misterio de iniquidad ya está obrando, sólo espera que sea quitado de en medio el que ahora lo detiene." 2 Tesalonicenses 2:3-7.

"Este mismo cuerno tenía ojos, y boca que hablaba grandezas, y su parecer mayor que el de sus compañeros. Y veía yo que este cuerno hacía guerra contra los santos, y los vencía," Daniel 7:20-21.

"Entonces el dragón fue airado contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra los otros de la simiente de ella, los cuales guardan los mandamientos de Dios, y tienen el testimonio de Jesucristo." Apocalipsis 12:17.

CAPÍTULO 5

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